PLAGAS EN EL SIGLO XXI
Iraq. La bomba estalla en el camino. Los cuerpos vuelan. El muchacho suicida
grita al momento de la explosión: Alá es grande.
El soldado norteamericano. El muchacho rubio y rosado, cambia el juego
electrónico por la metralla en el barrio de Faluja. Entra al combate oyendo
heavy metal. Robot, vestido de camuflaje. Torso protegido y miembros
yaciendo destrozados en las carreteras de Bagdad.
¿Cuántos muertos van ya?
¿Cuánta hambre hay en Nigeria o Tanzania?
¿Cuántos niños murieron de SIDA hoy?
En Nueva York, las pasarelas muestran las modas de otoño.
Mujeres ordenan por computadora abrigos y jeans
que cuestan el presupuesto de cinco escuelas
en cualquier país del Tercer Mundo.
La opulencia de las metrópolis
persiste. Las enormes tiendas abren sus puertas
a la ancha marea de consumidores
No hay sitios libres en los parqueos de los centros comerciales.
Sesenta años después de Hiroshima
las bombas hoy se esconden en las mochilas de los estudiantes
que no tienen mejor razón para vivir
que morir públicamente
sus identidades develadas en las noticias de la tarde
Rostros morenos y rabicundos sin ninguna atadura
que los detenga
El cielo es mucho más prometedor
Las vírgenes esperan con sus cantos y sus cuerpos desnudos.
En la tierra, en cambio, el bochorno de ser arrimado,
de emigrar y confiarle la lengua materna al recuerdo.
Las madres negras lloran en la portada de los voluminosos diarios
con sus anuncios a todo color.
La globalización entra por las fronteras
como un ejército invasor conquistando sin balas
a punta de avaricia y de ofertar el look de los bien comidos.
Los que no tienen roban y el más ladrón es premiado
por los votos de sus conciudadanos.
Tiembla el pulso del escritor cuando quiere denunciar
¿quién oirá sus palabras? ¿quién ignora lo que habrá de decir?
Estamos todos en el secreto. Todo se sabe hoy en día
con los blogs y los despachos y el diario pregonar
de los asqueados.
Pero ya nada da asco. El asco es un valor obsoleto.
En cualquier farmacia, en cualquier lugar de alquiler
de videos
se venden las medicinas para olvidar las muertes violentas
de otros semejantes menos vistosos. Los anónimos entregan sus vidas
sin marchas fúnebres, ni elegías de nadie, o himnos.
Se prohíben las fotos de los ataúdes, de los cuerpos mutilados.
Las guerras de hoy son asépticas en su horror
Sus señales tenues como humo que se lleva el viento
Los cadáveres han perdido su olor a carroña
ahogados por el perfume de lociones escandalosamente caras
que prometen la belleza eterna, el fin de la vejez
los pomos de cosméticos. La industria que no cesa de ofrecer
la juventud.
Pero sólo los viejos quieren ser jóvenes ya.
Los jóvenes no saben qué querer.
Ya no hay quién ande como Sócrates haciendo preguntas
impertinentes en el mercado.
Quizás ya no valga la pena preguntarse.
Quizás ya no haya respuestas.